Antes de que se cierre el año, una estupenda liturgia pone en danza y excitación a todo el gremio culinario en España (y Portugal): la gala de entrega de las estrellas Michelin. Se citan periodistas, blogueros e instagramers, chefs y aprendices de brujo, rondones del canapé, inversores con ganas de retorno de lo apoquinado en un determinado restaurante… Cada temporada se acrecienta el interés mediático por la ceremonia, y burbujean las cábalas acerca de quiénes serán los premiados de estreno, los que engrosarán nuevas luminarias y los que desgraciadamente se caerán del pedestal y del guindo. Y cada año se constata una verdad palmaria: la Guía Michelin es una maquinaria bien engrasada, lubricada por una recua de patrocinadores que no para de crecer y una jauría de periodistas ávidos en filtrar los premios antes que nadie. Poco importa (o todos se olvidan) que la Guía, ora papel ora digital, sea el apéndice sabroso de la venta de neumáticos que le da nombre o que hace más de una centuria larga el volumen naciera para que los primeros viajeros de bolsillo desahogado supieran dónde recalar para echar algo decente al gaznate. Hoy Michelin, con una dosis de tiranización algo absurda que siguen a pies juntillas los foodies a la hora de decidir dónde comer, es epítome del triunfo y del prestigio de un restaurante, la confirmación del trabajo bien hecho y el cauce por el que llegará tanto dinero a la caja como reservas a futuro a tutiplén. Y no tiene visos de decadencia cercana…
Y APARECIÓ UN RIVAL
Pero hete aquí que llegados a este punto todos los años y con la misma puntualidad surgen voces discrepantes sobre la susodicha guía, su manera de proceder y sus criterios de puntuación. Y cada vez que tachamos de injusticias, por ejemplo, por los sonados vacíos a La Tasquita de Enfrente, El Campero o Lera (por poner tres ejemplos de diferentes lugares de la Península consagrados al producto con mayúsculas) crece el influjo y el fulgor de otra escala a nivel planetario que ya hace tiempo se codea con la guía rodante: los 50th Best Restaurants. Nacidos en Londres en 2002 bajo el grupo británico de medios William Reed Business Media, creadores de la revista británica Restaurant Magazine, su panel de más de 1.000 expertos escudriña y vota por cada establecimiento favorito, sin importar fama, tamaño, estilo de cocina, sin penalizar si la televisión de la barra esté poniendo el fútbol a todo trapo o los baños no disponen de hilo musical que suaviza hasta las manos. Estos sabios, no tan secretos como los de la Michelin (en España tenemos a Cristina Jolonch, la periodista gastro de La Vanguardia encastrada en los 50th), han parcelado el mundo por regiones (24) y hasta Deloitte audita que su proceso de votación y elección sea prístino y democrático. Se apuesta por el restaurante y no por el chef, aunque finalmente sea el cocinero el que personifique la gloria en una vampirización lógica del local que regenta. Gracias a los 50th Best que se entregan en una gala apoteósica cada junio en un lugar diferente y rutilante del planeta Tierra, nos hemos dado cuenta que en España estábamos nublados de tecnoemoción, moléculas humeantes y esferas que no eran lo que eran.
PRODUCTO, PARRILLA…
Amparada por sponsors tan potentes como San Pellegrino, la lista ha propagado como merecen las bondades de Etxebarri o Elkano, dos muestras excelsas de parrilla y producto que estaban fuera del radar del gran público, tan esferificado y obnubilado por la cocina atómico-molecular. Además, los 50th Best rellenan esa querencia a la categorización que todo ser humano lleva en su materia gris y que la Guía Michelin no brinda. El homínido, y más si se trata de cosas del comer, necesita listas, escalafones, rankings, criterios que pongan todo en orden, en filita y en escala de importancia. Primero, segundo, tercero, cuarto… Así nos hemos enterado que el fuego hipnótico de Bittor Arginzoniz, su independencia y sus silencios radicales, merece ser el tercer mejor restaurante del planeta. Muchos gourmand llamaron para reservar corriendo al enterarse del galardón, cuando ni siquiera sabían colocar Axpe en el mapa del País Vasco. Por cierto, este medalla de bronce mundial solo merece una estrella para los detectives de la Michelin. Raro, raro, raro… Y qué decir de Elkano (puesto 30), donde Aitor Arregi ha engrandecido el magisterio de su padre –el pionero Pedro que echó cogotes de merluza a los hierros candentes– y ha proclamado a los cuatro vientos el paisaje culinario de Getaria. Aitor ha ensanchando el mar y sus pescadores con una fórmula diáfana: dejar lo más posible en paz a la materia prima como si fuera un verso puro, perfecto. Chapeau por estos dos vascos insobornables. Luego están casos ardientes como las brasas de Askua (Valencia), Santa Lucía (Vejer de la Frontera, Cádiz), La Parrilla de La Bañeza (clásico leonés del buey, tan o mejor que el afamado Capricho), Lomo Alto (templo en Barcelona), Los Patios (Gijón) Ca Joan (Altea, Alicante), Asador Pelotari y Urrechu en Madrid, Casa Julián, Ana Mari, Rita, Txacolí Simón o Casa Nicolás (todos en el País Vasco) por poner algunos ejemplos, que están por encima del bien y del mal, ajenos a condecoraciones. ¿Cuántos parabienes merecería el asador Laia, en Hondarribia, donde Jon Ayala ejerce de sumo pontífice del fuego, el producto es mayúsculo en todos los sentidos, el servicio de sala es irreprochable y la vista se pierde hacia las campas en un comedor estupendo y comodísimo? A veces no se sabe bien dónde comen los expertos de la Michelin, vive dios…
BENDITOS REBELDES
Aitor y Bittor son dos raras avis que se han colado en el paraíso por vía ígnea y que hacen visible el trabajo de tantos compañeros con años de sudor frente a las brasas. A través de la carne (y las angulas) el primero; por medio del pescado (y hasta las cerezas) el segundo. Pese a estos hitos, ni la Michelin ni los formidables 50 aún ponderan la honestidad del producto como debieran, y las brasas siguen siendo las hermanitas pobres en medio de la sofisticación y la potencia escénica que exige la gastronomía actual y los Instagrammers. La txuleta tiene menos fotogenia y el plato queda más churretoso. Las técnicas, la destreza identitaria, el emplatado, la audacia sápida, la liturgia del servicio y la atmósfera del local siguen siendo los criterios que marcan los laureles de ambas guías. No obstante crece el número de chefs malditos y a contracorriente, que husmean el mercado y la lonja cada mañana, agarran lo mejor y más caro antes que nadie y no manosean la materia prima más que lo necesario. Esos cocineros honestos, y los proveedores que les suministran sus deseos, demuestran que ni las estrellas ni los ranking se comen. Y a veces los premios resultan bastante indigestos. Hace poco dos expertas del CSIC me confesaban en un evento que tienen que parar los pies a chefs de renombre a los que asesoran, puesto que éstos siguen empeñados en jugar en la cocina como si fueran críos con el Quimicefa: se pasan tres pueblos con cocciones, bajas temperaturas o procesos y alianzas de materias que rayan lo insalubre. Así que adelante con los faroles: muchos cocineros siguen con sus piruetas imposibles para ofrecer el nirvana del sabor máximo, cueste lo que cueste. Todo para actualizar la piedra filosofal del goce palatal a diario. Y que esos días de eureka total, de producto enmascarado pero orgiástico y preciosista, se siente a su mesa el juez de Michelin o de los 50th Best para hacer bingo.